sábado, 7 de marzo de 2009

Micromáquinas en nuestros jardines

A veces, para comprender nuestra pequeñez, tenemos que alzar la vista y contemplar la magnificencia de un cielo estrellado, las altas cumbres o el insobornable océano. Otras veces es al revés. Exactamente al revés.


Un día de éstos estaba sentado en mi patio cuando mi vista recayó en una fila de hormigas. Las mismas pequeñas, inofensivas e incansables hormiguitas que vengo viendo en ese jardín desde hace unas cuatro décadas. Forman parte del paisaje y jamás se me hubiera ocurrido que podrían inspirar algo para esta columna. Es que no estaba prestando atención. Creo que fue Flaubert el que dijo que basta con mirar algo con la atención suficiente para que se vuelva interesante. Descubrí así que observar lo más pequeño también sirve para ponderar nuestra humilde condición.

No sé si conoce el método que usan las hormigas para formar fila. Es simple y es perfecto. Dejan en el terreno marcas de feromonas -unos mensajeros químicos- que las siguientes siguen y, por supuesto, repiten. Como los circuitos más usados en el cerebro, cuantas más hormigas siguen un caminito, más se refuerza el estímulo. Hasta que esa ruta deja de conducir a algo interesante y entonces los bichos ya no marcan esa ruta. Hacen camino al andar, literalmente.

Unas genias. ¿Pero qué animal no lo es? Más uno mira la naturaleza, más se maravilla de las maneras que la vida encuentra para abrirse paso. Hay una ranita no sé dónde que debe trepar altísimos árboles para poner sus crías en unas plantas que crecen en lo alto. ¿Por qué? Porque en ninguna otra parte de su hábitat hay espejos de agua, salvo la que se acumula en esas altas y contadas epifitas. Así que ahí va la ranita, a trepar, llevando una cría por vez, hasta la cima de los árboles. Y luego debe subir a alimentarlas.

En fin, estaba ahí sentado, observando la fila de hormigas. Sé, porque cada año ocurre lo mismo, que están en el clímax de su actividad. Cuando empiece el frío, desaparecerán. Me acerqué para prestarles atención. Y de pronto reparé en algo que me cayó encima como una pared de ladrillos. El tamaño.

Espere, no he tenido un mal viaje ni mucho menos. Estaba observándolas y calculando qué haría falta para simular su comportamiento, como en aquel brillante juego de Will Wright, el SimAnt . Entonces puse un dedo en medio de la fila y dos de ellas, dos entre decenas de miles, calculo, se subieron de lo más confiadas. Ya lo dije, no pican; uno diría que son simpáticas, además de extraordinariamente útiles para mantener limpio el ecosistema.

Levanté la mano para mirarlas de cerca y de inmediato se dieron cuenta de que algo raro estaba pasando.

No jugaré a la fácil prosopopeya. No me las imaginé en ningún momento pensando algo como (por favor, poner aquí voz de hormiguita): ¡Oh, quién es este gigante, qué será de nosotras ahora, Billy! Respeto mucho a los bichos para que me gusten cosas como Bee Movie o Ants . Además, lo que estaba viendo era mucho pero mucho más sobrecogedor.

Las hormigas huelen con las antenas. Suena raro, pero eso es porque nosotros no tenemos antenas. Y las que utilizamos sirven para recibir radiaciones electromagnéticas. Pero, ¿por qué no podrían servir también para oler? Basta que capturen ciertas moléculas y listo.

Extraviadas, las dos temerarias se pusieron a realizar una función exclusiva de esta clase de insectos sociales, investigar. Normalmente, es en busca de comida. Pero si son teletransportadas a otra parte, lo que por su ínfimo tamaño no es algo nada inusual, levantan la cabeza y el tórax y analizan (supongo que los olores) para determinar qué hacer a continuación.

La salida estaba hacia abajo, por obvias razones, y de inmediato comenzaron a descender por mi mano. No pensaba quitarles más tiempo a individuos cuya agenda es la más ajetreada del mundo, así que las bajé a unos centímetros de su línea de trabajo, que por supuesto retomaron enseguida. No sin consecuencias, debo añadir.

Las hormigas pueden comunicar una cantidad de condiciones a las demás, si les ocurre algo; por ejemplo, que un sujeto que no tiene nada mejor que hacer las eleva varias miles de veces su propia estatura. Tan pronto volvieron a la fila, todas las demás entraron en una especie de modo de alerta, dando vueltas, apartándose de la casi perfecta línea de marcha para tantear los alrededores, y a su vez advirtiendo a otras. La onda expansiva recorrió unos cincuenta centímetros y como no resulté ser un peligro, pronto se extinguió y todo volvió a la normalidad. Eso es pasar la voz y no tonterías.

Dejando de lado la intervención del observador (ya sé que está mal), lo cierto es que toda esta compleja actividad había sido puesta en práctica por organismos de menos de dos milímetros de largo cuyo peso está en el orden de los miligramos. La idea de escribir un software que emulara su comportamiento me había impedido ver que el tema aquí no era el código. Ya tenemos la capacidad de almacenar mucha información en espacios muy reducidos. ¡Pero todo lo demás!

He leído por ahí que con ganglios cerebrales de 250.000 neuronas, las hormigas tienen la mayor capacidad de cálculo de todos los insectos, comparable a la computadora de la Apolo XI. Ese no es el punto. No estoy hablando de inteligencia. Eso nos llevaría por riesgosos despeñaderos. ¡Es el tamaño! Supongamos por un instante que pudiéramos meter en un dispositivo tan pequeño los transistores y las líneas de código necesarios para simular (no ser , sino simular ) una hormiga. No ganaríamos nada. Estos dos atrevidos bichitos que se subieron a mi mano tenían partes móviles más delgadas que un pelo, una autonomía de muchas horas, sensores capaces de percibir docenas de mensajes químicos y vibraciones, y motores ínfimos y silenciosos. En dos o tres segundos tomaron más decisiones de las que había tomado yo ese día, y actuaron con precisión quirúrgica.

El incomparable Stanislav Lem imaginó una forma de vida artificial semejante a las abejas en su novela El Invencible . Tuvo la decencia intelectual y la humildad de imaginar sus "moscas" como pequeñas letras Y . Es decir, sin partes móviles. Aisladas del grupo, esos "insectos" artificiales eran torpes e ineptos, muy lejos de la inteligencia práctica que nuestras cotidianas hormigas veraniegas demuestran cuando se las aparta del grupo.

Un día seremos capaces -ya hay avances en ese sentido- de crear micromáquinas de estas dimensiones. Pero, por el momento, haríamos bien en bajar un cambio, descender de esa arrogante convicción de que somos el pináculo de la civilización y el avance técnico. Seamos honestos, por mucho que intentemos creer que lo podemos todo, somos incapaces de construir una hormiga. No tenemos la tecnología. Ni siquiera estamos cerca.

No negaré que las industriosas hormigas pueden convertirse en peste ni me opondré a que, llegada esa instancia, tengamos que declararles la guerra. Pero solemos tener la presunción de que nuestra superioridad nos otorga el derecho a arrasar con toda forma de vida que se nos ponga en el camino. La verdad es que cuando matamos una simple hormiga destrozamos un mecanismo que supera por mucho todos los logros de la tecnología de la humanidad.

No se sienta mal, si últimamente ha debido entablar una de estas batallas; en todo caso, su enemigo es formidable y a la larga siempre ganará, puede apostarlo. A lo sumo, seamos conscientes de que el hormiguero es una plaga, pero cada individuo es un milagro.

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